viernes, 6 de septiembre de 2013

Hay hombres que nunca partirán:

“Con lo que escribí basta y sobra”:

Miguel Arteche y su retiro de la literatura







HAY HOMBRES QUE NUNCA PARTIRÁN

Hay hombres que nunca partirán,
y se les ve en los ojos,
pues uno recuerda sus ojos muchos años después de que han
partido.

Pueden estar lejanos,
pueden aparecer a medianoche
(si están muertos)
y jugar a que viven.
Pero siempre, con la desolación de su ausencia,
uno comprende que no han vivido en vano,
y que su esperanza
es la única esperanza digna de ser vivida.

Y los hombres que nunca partirán
suelen no aparecer en los periódicos,
no se habla de ellos en las radios,
su imagen no gesticula en la televisión:
no son gente importante,
no circulan entre las altas esferas.
........Son aquellos
que aceptaron el sufrimiento
y lo hicieron suyo para la salvación de otros hombres
sin decir una sola palabra:
pero dejaron abiertos, bien abiertos sus ojos
para que nunca los olvidemos cuando ellos hayan partido.



Miguel Arteche
*******

Estimados Amigos

Hoy compartimos esta nota que fue publicada el 21 de julio de 2012, un día antes de la muerte del poeta chileno Miguel Arteche.



12/07/2012

El poeta y Premio Nacional, de 86 años, ya no sale de su casa y tiene una enfermedad muscular.


por Javier García


No se mueve de su escritorio y pocas veces se levanta de su silla. Miguel Arteche, de 86 años, miembro de la generación del 50, Premio Nacional de Literatura (1996), se retiró. Ya no escribe ni polemiza. Hace diez años publicó su último libro de poemas, Jardín de relojes. “Uno no deja de escribir, lo dejan de escribir”, dice. En adelante, el poeta no hablará mucho más.

Autor de 20 libros de poemas, Arteche también se alejó de la polémica, como uno de los más fuertes francotiradores de la literatura chilena. Enfrentó a Nicanor Parra: “La antipoesía es una peste”, dijo. De Raúl Zurita: “No tiene oficio de poeta”, disparó después que obtuvo el Premio Nacional, en 2000, y como parte del jurado se negó a firmar el acta. En 2002 se refirió al galardón obtenido por Volodia Teitelboim como “El Premio Nacional de la Política”.

Hoy, el autor de La invitación al olvido (1947) no quiere hablar de los otros, pero conserva cierto gesto provocador. “Yo me gané el Premio Nacional por goleada”, dice, recordando la decisión unánime del jurado, en 1996.

Arteche pasa gran parte del día en la biblioteca de su casa, en la comuna de La Reina. Fue invitado a la Feria del Libro de Guadalajara, en noviembre próximo, pero hace años no pone un pie en la calle. Además, “él ya no puede viajar”, cuenta su mujer, Ximena Garcés, quien dice que su marido está convertido “en un lobo estepario”.

Ahora, Arteche habla poco y prefiere mostrar parte de su pasado. Garcés dice que hace seis años su marido tiene una enfermedad muscular. “Durante un año intentamos averiguar qué tenía. Hasta que se le diagnosticó arteritis temporal”, y agrega: “Ya no es el mismo, le afectó mucho el ánimo”.


La patria joven

Nacido en Nueva Imperial en 1926, Arteche creó una obra nacida de la experiencia religiosa, con títulos como Destierros y tinieblas (1963). “Lo recuerdo como un poeta un tanto desolado a pesar de su cercanía con Dios”, dice Naín Nómez, quien lo incluyó en la Antología crítica de la poesía chilena. En una entrevista, de 1977, Arteche dijo: “Casi todos mis poemas nacen de una situación muy concreta, un restaurante, una bicicleta, Cristo, la Virgen”.


En su biblioteca mantiene empastados los libros que escribió. De un ejemplar, se asoma una carta del Premio Nobel Vicente Aleixandre y una fotografía con Ivan Morovic. Apasionado por el ajedrez, Arteche tiene dos novelas inéditas. La única con nombre se llama El alfil negro. “Es la vida de un ajedrecista, pero no es autobiográfica”, dice, y agrega que no la publicará. Tampoco más poemas, “con lo que escribí basta y sobra. No hay más”.

Entre sus libros tiene una fotografía en Venecia. Luego de estudiar Derecho en la U. de Chile, carrera que abandonó, viajó, en 1951, becado a Madrid a estudiar Literatura. Ahí, recorrería Europa. Con Ximena se conocieron en España y se casaron en 1953. Tuvieron siete hijos. Tres de ellos aún viven en la casa. A su regreso al país, Arteche trabajó en El Mercurio y Las Ultimas Noticias. Diez años después de casarse el poeta regresó a España, como agregado cultural del gobierno de Eduardo Frei Montalva. Es más, escribió el himno de la Patria Joven. El poeta Floridor Pérez recuerda que el himno era tan bueno, “que hasta los allendistas nos pillábamos, más de una vez, silbándolo inadvertidamente”.

Su última aparición pública fue en 2009. Era el funeral de su amigo, el escritor Alfonso Calderón. Teresa, hija del cronista, dice que “le afectó mucho la muerte de mi padre”. En el escritorio de Arteche están los diarios de Calderón.

El 4 de junio del año pasado, en el cumpleaños 85 del escritor, asistió la poeta Alejandra Basualto. “El estaba un poco ausente. Ya no era la persona brillante que había conocido”, dice. Basualto participó, en 1978, en el taller de poesía, que impartía Arteche en la Biblioteca Nacional. Tras el fin de éste, el poeta creó el Taller Nueve, al que asistió también Andrés Morales. “Era estricto, sarcástico y riguroso”, dice.

La historia es pasado. Arteche ya no se refiere a los otros. Aunque dice que este año el Premio Nacional debiera ser para Oscar Hahn. “El es un poeta de verdad”, dice.



Tomado de La Tercera




LA ASCENSIÓN

El viento arrastra al mar las arenas y escapa.
Fue en el verano viejo. Las raíces y el sueño
cubrieron ya los cuerpos enterrados. Entonces

vino otra vez el viento. Luego fue la partida.
Los imperiales fuegos devoraban terrones,
arañaban las bocas troqueladas en tiempo.

La invencible mañana: las fuentes del estío:
la vastedad de piedra dilatada: el silencio
de la tierra: y el júbilo de aquella madrugada.

El aire nos talaba y adelantó las ruedas.
En ti nos recogimos, rayo extenso del águila
sentada en el extremo del mundo. Tren pequeño:

el continente entero respiraba en tu espalda.
Entonces nos llevaste. De dos en dos subimos.
Te mirabas. Reías. Cantó el verano. Nadie.

Atrás dejamos todo, y lo perdimos todo:
la pesadez del ojo bajo el azul caliente
de la mañana; el húmedo restallar de los labios;

tus cabellos tejidos; el anillo de llamas
mordido en la cintura; los días, esas manos
sobre amarillos ramos; esas voces sumidas

por la grandiosa roca del año.
.............................................Así viajamos.
El mediodía estaba desprendido en la altura.
Y subimos. ¡Y el viento! ¡El granito! ¡El silencio

del aire! Nosotros cuatro juntos.
Y ya no somos. Fuimos. ¿Y serenos, recuerdas?
Todavía en la sombra brilla alguna mirada

fosforescente, vuelve todavía el pasado.
Lo terrible no es eso. Cuando se cumple el tiempo
de los viejos, y un niño renace de esa muerte,

y está todo en el término que fuera señalado:
sólo hay un hueco, un hijo de la tierra, una cifra
para este mundo seco. Pero nosotros, ¿dónde

cumpliremos los meses que olvidamos un día?
Hace falta ser viejo para entrar en la muerte,
y entonces sólo había cuatro rostros perdidos.

Y ascendimos. ¡La brisa! ¡El escollo! ¡El silencio
terrible de la noche combada en pétreo filo!
Y subimos. Y estaba toda la gran altura

quemándose en la curva del espacio. Buscamos
toda esa noche el río. Y cuando estuvo cerca:
nos miramos los rostros sin encontrar los ojos;

nos vimos separados por una luz extraña.
No hay regreso; hay partida de regreso: hay lugares
para ver el pasado -en la fotografía

amarilla, en la lluvia del adiós, en el cuerpo
besado-: y hay momentos para tomar las llaves
y arrojarlas al vado tenebroso, al bramido

de la ola y el trueno. Pero el tiempo más duro
es el que nos impide seguir en el camino.
Entonces nos cantaron las voces sigilosas,

nos vimos separados por esa luz extraña.
Y era un frío, ¿no es cierto?, y era un torrente helado,
mi amor, ¿ya no recuerdas?, ¿no es verdad que temblaste

bajo la inmensa tela de tinieblas? Y el río
sonaba en su pequeño pulso de agua escondida.
Temblando sumergimos los cuerpos largamente

desnudos, solitarios. Pensé en la casa entonces:
pensé en el viaje muerto y en el muerto que fuimos:
recordé la partida del barco: el golpe

de Castilla y el polvo
de España dividido por los antepasados.
Volví a escuchar sonidos de mis pasos: estaban

las cartas que fluían sobre el hueco del tiempo.
Ya no soy y eso he sido. Nuestras vidas: perdidas.
Pero algo enseña siempre la carrera del año.

Ninguno de nosotros podrá ser lo que ha sido.
A lo más tendrá ausencia, si es que puede pensarla
cuando llegue la tarde con la vejez de silla.

Todo será palabra referida a palabra:
miedo, rabia en la tarde, temor del viejo que oye
llegar la tarde: sombra, locura que aparenta

indiferencia: frío del polvo justiciero.
¿Y estaremos entonces para decir lo escrito?
¿Qué ha sido de nosotros? Tantos idos por siempre,...

ignorados los nombres..., las manos... y los ojos.
Sin ser, sin estar siendo, a pesar de que fuimos.
Sumergirnos temblando los cuerpos y esperamos

siete días al borde de la corriente: cartas
llegaron. Luego: alguna. Luego: la carta noche.
El puente estaba roto: la marca derrumbada

del granito pesaba sobre nuestras espaldas.
No podemos volvernos. Tal vez ya no podemos
volvernos. No pudimos volvernos. ¿Y a qué altura

sacamos nuestros panes y extendimos las mantas?:
"Es la hora del hambre, pues suenan ya los timbres
del hambre. Y dime entonces: ¿Ya ha llegado? ¿No es cierto?

Y dime -no te vayas-, ¿es que sabes la hora
en esta altura donde los relojes se paran?"
La fuerza de la luna sujetaba los ojos:

el gran rostro magnético del espacio: la estrella
oteando, traidora, los cuerpos ensañados:
el aliento de escarcha de las piedras inmóviles:

la quietud espantosa de estar algo aguardando:
y azul, azul profundo: profundo azul oscuro
más profundo: insondable: y negro azul y negro

volviéndose infinito: y la luna más negra
y el espacio y la estrella negreándose, negreándose.
Y vino el frío oscuro... Pero en la noche oímos

respirar suavemente. Una, dos, tres estrellas
brillaron en el pecho del sur... voces ignotas
gritaron nuestros nombres... Levantamos los rostros.

El agua estaba cerca. Subió la luz de nuevo
cantando: jubilosa entró en nuestras pupilas,
y cuando nos llamaron, entramos en las aguas

de fuego y esperanza. Sobre la madrugada
creció el Arbol inmenso. Y encima de sus ramas
temblando vimos toda la eternidad del mundo. 



Miguel Arteche


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